A lo largo del año 2020, a través de cartas como ésta, el cuerpo de curadores de la 34ª Bienal de São Paulo hace públicas las reflexiones sobre la construcción de la muestra. Esta cuarta carta fue escrita originalmente en español por Ruth Estévez.
“Yo lo miré; él me apuntaba a la cara”
Hace unos meses decidimos escribir una serie de cartas abiertas a la audiencia, para compartir nuestras reflexiones sobre el desarrollo de la Bienal de São Paulo. Correspondencia que combinaba nuestras propias ficciones con anécdotas del pasado, situaciones oficiales y re-imaginadas, influenciadas, sin lugar a duda, por los acontecimientos diarios.
Justo terminé mi carta unas semanas después de haber viajado a Santiago de Chile el 18 de octubre del 2019, para dar una charla en marco de una/otra Bienal. El destino quiso que mi alojamiento estuviera en un sexto piso en plena plaza de Italia; justo en mitad de las protestas citadinas que comenzaban aquellos días, resultado de la subida de los precios del transporte y otros productos básicos. Una crisis que venía cociéndose a fuego lento desde hacía tiempo, y que había tenido ya sus brotes en las revueltas estudiantiles del 2011. Muchos ciudadanos, desbordados por el hartazgo, salieron a la calle reclamando justicia social y la dimisión de un gobierno derechista que performaba con indiferencia el colapso. Un país que había camuflado la realidad detrás de una supuesta bonanza económica edificada en un “oasis” ficticio que, además, pretendía ser ejemplo para el resto de América Latina.
En respuesta a la situación, el gobierno no tardó en sacar al ejército a la calle. Se me pusieron los pelos de punta cuando vi recorrer las avenidas de Santiago con aquellos tanques que despertaban del letargo. En la noche, la ciudad sonámbula y contenida, explotaba con las primeras luces del día. Impuesto el toque de queda, la mayoría optó por no salir y algunos aceptaron el desafío, faltos de una memoria experiencial cultivada en el marco de la represión y el miedo. En forma serendípica, las insurrecciones ciudadanas se dieron en varios lugares del país, y paralelamente en otras ciudades del mundo. Lo que para muchos significaba una movilización grupal efectiva, para otros no era más que un analgésico de las masas, que acabaría por normalizarse y apagarse poco a poco.
Al cabo de unos meses empezaron a salir numerosos artículos sobre lesiones en los ojos de los manifestantes, provocadas por las fuerzas armadas. “Yo lo miré a él, que me miraba a la cara", decía un artículo en el New York Times, donde se recogía el testimonio de un joven chileno que había perdido uno de sus ojos por culpa de un balín de goma. “Yo lo miré a él, que me miraba a la cara”, fue el título que yo elegí también para mi carta. Como imagen para ilustrar esta correspondencia pedí prestada una fotografía del artista rumano Ion Grigorescu (Bucarest, 1945), sacada durante los mítines electorales en Rumania, durante la dictadura de Ceaușescu.
En Chile, las fuerzas de seguridad dispararon en 2019 contra los ojos de los manifestantes. El resultado fue un número histórico de pérdida y linchamientos de ojos por uso de armas no letales: balines de asalto como parte de un protocolo que tenía su origen en los entrenamientos de las milicias israelíes. Las instituciones habían decidido así sacar literalmente los ojos a los ciudadanos, y ver si desde la penumbra podían aclimatarse mejor a la vigilancia constante.
En un esfuerzo por ilustrar estas agresiones, escribí una carta plagada de referencias, donde se entrecruzaban noticias sacadas de periódicos actuales y las voces de los testigos, junto con figuras de la literatura de ficción: Comenzaba con Lina, protagonista del clásico cuento del peruano Clemente Palma “Los ojos de Lina” (1901), que se arranca los ojos fríamente para que su amado no tuviera miedo de mirarla de frente; Olympia, la autómata romántica del relato de E.T.A. Hoffman (1816), cuya mirada inerte estremecía a los vivos; o la santa de Siracusa, Lucia, que le regaló sus propios ojos a un enamorado de su mirada, para que literalmente la dejara en paz. Mujeres todas que se mutilaban los ojos para caminar libres y al margen del ojo masculino que no se atrevía a mirarlas a la cara.
La carta la terminé en enero, y quedó esperando su turno para ser publicada en el mes de marzo. Tan solo unos meses más tarde, el Gobierno chileno ha decretado nuevamente toque de queda entre las diez de la noche y las cinco de la mañana en todo el territorio nacional, en el marco de un nuevo paquete de medidas para intentar frenar el contagio del Covid-19.
La situación de vigilancia es nuevamente normalizada, parece que por el bien de todos. La gente se queda en casa para evitar que los contagios se sigan propagando, deseando que esto termine en medio de una insidiosa incertidumbre. En la calle nos miramos de reojo y sentimos una sensación de repulsión incontrolable, evitando respirar el aire del vecino. Se recomienda que no digamos “distancia social”, sino física. La idea es dejar de estar juntos por un rato (indefinido), y reforzar los lazos solidarios que nos acerquen mutuamente. Las calles de Chile, y las de tantas otras ciudades, ahora están en silencio, esperando que llegue al día siguiente para funcionar a medio gas. Los que pueden se zambullen en el mundo del teletrabajo. Los que no pueden permitirse ese lujo, circulan esquivándose unos a otros. Pensamos que estamos en un estado diferente y cualquier tipo de normalidad se nos hace ahora sospechosa. Se nos ha roto el equilibrio, aquel camino recto de nuestro hogar hasta nuestros lugares de trabajo. La “disciplina” de la vigilancia es ahora más evidente y por un momento nos da la impresión de que antes de que todo esto pasara, éramos libres.
En 1975, el artista rumano Ion Grigorescu salió a las calles de Bucarest para fotografiar a los ciudadanos que estaban por centenares en la calle, performando obedientes su adhesión al régimen. Con su cámara camuflada en la cadera, Grigorescu sacaba fotos cauteloso, identificando el cruce de miradas entre los ojos de la dócil y desconcertada muchedumbre, y los miembros individuales de la policía secreta. Electoral meeting [Encuentro electoral] (1975) es lo único que todavía mantengo de aquella carta que, escrita hace solo unos meses, se me antoja ahora desfasada.
Desde la mirada desafiante, a la temerosa. Desde el cierre voluntario de los ojos a la mutilación consensuada de los mismos. Desde los ojos perdidos a los que saben muy bien a quien miran. Ojos desde las ventanas que controlan quién está en la calle. Ojos escondidos en nuestros dispositivos celulares que indican donde estamos para mantenernos a salvo. Da igual que abramos los ojos o los mantengamos cerrados, el día siguiente volverá a llegar. Aunque ahora parezca que el día y la noche son solo un mero truco de iluminación.